Cómo transmitir nuestra fe – Dr. Charles Stanley
Lo más valioso que tenemos como creyentes es nuestra fe. En 2 Timoteo 1.3-7, Pablo le recuerda a Timoteo que su fe le fue transmitida por su abuela Loida y su madre Eunice. Nosotros también tenemos que transmitir a los demás lo que creemos. Descubra cómo transmitir su fe.
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locutor: En Contacto, el
ministerio de enseñanza
del Dr. Charles Stanley.
Alcanzamos al mundo con el
evangelio de Jesucristo
por medio de una enseñanza
bíblica sólida.
Hoy en el
programa En Contacto,
«Cómo transmitir nuestra fe».
Dr. Charles Stanley: Las
personas son muy cuidadosas y
muchas veces incurren en grandes
gastos para asegurarse de que
dejarán su riqueza o las cosas
que atesoran y valoran a sus
hijos, su familia, o sus amigos.
Con frecuencia es un gran gasto.
Y a menudo el cristiano cae en
la misma clase de trampa, que es
asegurarse de que su riqueza,
sus posesiones materiales pasen
a sus hijos, sus nietos o
sus amigos; que todo quede
arreglado, que no
haya duda alguna.
La falacia de este acto es esta:
que lo más valioso que poseemos
como creyentes, la cosa más
valiosa que poseemos no son las
cosas que tocamos con nuestras
manos; no es dinero, acciones,
bonos, propiedades y lo demás.
La cosa más valiosa que tenemos
para transmitir es nuestra fe.
Alguien dirá: «Espere un minuto.
No puede transmitir su fe.
Es una relación
personal que tiene con Dios.
¿Cómo puede transmitir su fe?».
Sí puede transmitirla.
Y de eso le hablaré en este
mensaje de: Cómo transmitir
nuestra fe, a nuestros hijos,
nuestros nietos o incluso
a los que nos rodean.
Quisiera que me
acompañe a 2 de Timoteo.
Comencemos a leer en el
versículo 3 de 2
de Timoteo, capítulo 1.
Pablo le dice aquí: «Doy
gracias a Dios, al cual sirvo
desde mis mayores con limpia
conciencia, de que sin cesar me
acuerdo de ti en mis oraciones
noche y día»; ¿Sabe que fue
reconfortante para el joven
Timoteo descubrir que el apóstol
Pablo oraba por él día y noche?
Dice: «deseando verte,
al acordarme de tus lágrimas–
porque tenía dificultades–
para llenarme de gozo»; Y luego
le dice: «trayendo a la memoria
la fe no fingida que hay en ti,
la cual habitó primero en tu
abuela–tu abuela–Loida, y en
tu madre Eunice, y estoy
seguro que en ti también.
Por lo cual te aconsejo que
avives el fuego del don de Dios
que está en ti por la
imposición de mis manos.
Porque no nos ha dado Dios
espíritu de cobardía, sino de
poder, de amor y
de dominio propio».
Pablo escribe desde la prisión,
animando al joven Timoteo,
intentando
fortalecerlo en su fe.
Y es interesante lo que le
dice: «Recuerda–le dice–yo
conozco la fuente de tu fe.
Dice en primer lugar, tu
abuela Loida,
quien tenía una fe fuerte.
Luego, tu madre, Eunice,
quien tenía una fe fuerte».
Y dice: «Estoy
seguro que tú también».
¿De dónde cree que
Timoteo obtuvo esa clase de fe?
Bueno, fue la
influencia de su abuela.
Se la transmitió directamente a
su hija y ella
la transmitió a su hijo.
Y luego, claro, asimismo, el
Apóstol Pablo ciertamente amaba
a Timoteo y dijo que era
su hijo en el ministerio.
¿Qué cree que hacía con
su hijo en el ministerio?
Le estaba transmitiendo,
le estaba transfiriendo, lo
capacitaba para que
comprendiera las verdades
que Dios le había enseñado.
Le transmitía su fe al joven,
su fe al joven Timoteo, sabiendo
que quizá en poco
tiempo iba a perder la vida.
Ahora la gran pregunta; la
pregunta es esta: ¿Tiene una fe
que valga la pena transmitir?
¿Tiene una fe que marcará la
diferencia en la vida de otros?
Usted dirá: «Bueno,
¿cómo sería esa fe?».
Es así: Una fe que vale la pena
transmitir es una fe que se basa
en la veracidad de la Palabra de
Dios, la eterna Palabra de Dios.
Su fe se basa en eso.
Segundo punto, es una convicción
segura de que el Dios de la
Biblia es quien dice ser y que
hará todo lo que dice que hará.
Es una fe que ha probado y
comprobado en las circunstancias
de su vida y que ha permitido
que Dios le demuestre
así toda su fidelidad.
Es una fe, no de la que ha oído
o solo leído, sino que su fe es
una fe que ha probado y
comprobado y Dios ha demostrado
ser fiel una y otra y otra vez.
Es una fe que, sin duda, tiene
esta característica: Es una fe
por la cual usted no solo vive,
sino una fe por la cual está
dispuesto a morir.
Es decir, en esas últimas horas
de su vida o últimos momentos de
su vida–y muchas veces la
gente sabe que se acaban–la
pregunta es, ¿es la fe conforme
a la que he vivido una fe por la
que puedo morir?
¿Puedo enfrentar al Dios vivo al
final de esta vida y saber, sin
duda alguna, que hay la
certeza en mi vida de que estoy
eternamente seguro en el Dios
vivo, cuyo Hijo murió en el
Calvario para que mis
pecados sean perdonados
y puedo vivir en unión con Él?
Si creyó en Cristo como su
Salvador, debería tener algo
mucho más valioso para
transmitir a sus hijos y a sus
nietos que solo cosas materiales
que muchas veces
se gastan muy rápido
y absurdamente.
Usted dirá: «¿Cómo
podemos transmitirla?».
Esta es la primera forma; la
transmite de esta forma: Al
compartir, escuche, al compartir
con sus hijos o sus nietos esos
principios que usted ha
aprendido en la vida.
Por ejemplo, que los 4
principios básicos que han
regido mi vida todos estos años,
mi abuelo me los transmitió
en una sola semana.
Le llevó tiempo y pudo haber
dicho: «Estoy muy ocupado para
hablar con este muchacho.
No tengo tiempo para eso».
Pero durante una semana
se sentó, escuchó,
habló y compartió.
¿Qué hacía?
Compartía conmigo las cosas que
Dios había hecho en su vida y me
las transmitía sin siquiera
darse cuenta de los principios
por los que había vivido,
cosas que había aprendido en las
dificultades y
adversidades de la vida.
Cuando me vine, de camino a
casa, reconocí que Dios había
hecho algo en mi vida.
Es decir, mi propia fe
de repente se catapultó.
Se fortaleció de inmediato
porque comencé a pensar: «Dios,
si has hecho eso con mi abuelo,
¿qué más no harás en mi vida?»
Y así, cuando veo hacia atrás,
me dio 4 principios básicos que
han gobernado del todo
mi vida todos estos años.
¿Qué hizo?
Me lo transmitió.
Mire, no sacó la Biblia y
trató de probarme algo.
No me dio un
montón de versículos.
Pasó, escuche, me compartió
situaciones y circunstancias
críticas en su vida, en las que
Dios fue fiel para intervenir en
cada una de las ocasiones.
Está escrito en mi mente,
impreso en mi alma y tallado en
mi corazón: «Dios ama a mi
abuelo y lo hizo por él; ¿lo
hará por mí?
¡Sí, lo hará!».
De algún modo
sabía que lo haría.
Y pienso en lo que le pasa a
esta generación nuestra y en
todos estos niños que
llegan, a quienes
no les enseñan los principios.
No se los enseñan en la escuela,
no van a la escuela dominical,
no van a la escuela bíblica y
a los padres no les importa.
Están muy ocupados en el
presente, ganando dinero y
prosperando y haciendo esto,
y dicen a sus hijos:
«Yo hago esto por ustedes».
No es verdad.
«Lo estoy haciendo por ti».
No es cierto.
Lo hace porque quiere,
porque le gusta y eso lo ayuda.
Pero ¿qué hay del
costo para sus hijos?
¿Qué hay de su fe?
¿Qué, qué invierte en la vida
de ese niño que lo afirme y lo
fortalezca cuando salga a un
mundo malvado, y vil, sensual
que hará todo lo posible para
destruir su fe a toda costa?
¿Qué hace para inculcar en ellos
algo que el dinero no compra y
la muerte no puede alejar?
La segunda forma en que
transmitimos nuestra fe es esta:
La transmitimos con
nuestro estilo de vida.
Así que, transmitimos
duda, frustración, temor,
incredulidad, o
transmitimos nuestra fe.
¿Cómo podemos hacerlo?
Es así de simple: Cada día, día
tras día, semana tras semana,
mes tras mes, año
tras año, ¿qué hacemos?
Tomamos decisiones frente a
nuestras familias, a nuestros
hijos, o frente a
otras personas:
amigos o vecinos, quien sea.
Tomamos decisiones.
Esas decisiones son expresiones
de fe o duda, fe o duda, miedo o
fe, duda, cualquiera de ellas.
Porque, ¿qué pasa?
Ellos nos ven enfrentar
situaciones y circunstancias y
ven cómo respon–
cómo respondemos.
Escuche, puede decirles a
sus hijos lo que quiera, pero
quisiera decirle
que lo están viendo.
No solo lo escuchan, sino que
están esperando su respuesta.
Puede decirles lo que quiera,
pero debe confiar en Dios; pero
si no confía en
Dios, no funcionará.
Debe ser sincero, pero si no
es sincero, no funcionará.
Y aprenderán, escuche, ellos
aprenden mucho más por la vista
que por el oír y observan
nuestro estilo de vida.
Y además le diré algo, escuche:
Si ven incongruencia entre lo
que decimos y lo que hacemos,
hacen esto: ¡lo desechan!
«No sirve.
Si sirviera, mi padre y mi
madre habrían hecho otra cosa.
No sirve».
Y así, lo que necesita toda esta
generación, necesitan ejemplos
vivos de hombres y mujeres,
hombres y mujeres piadosos,
padres y madres que tengan fe,
que digan: «Confío en Dios,
pase lo que pase».
Y pienso en la segunda persona
que quizá influyó más en mi
vida, que fue mi madre.
Y recuerdo cuántas veces nos
postrábamos en la cama a orar.
No tenía nada, y ah, tenía una
necesidad y yo decía–y siendo
niño me asustaba un
poco: «Mamá, ¿qué haremos?»
Y decía esto:
«Confiaremos en Dios.
Solo confiaremos en Dios».
Y yo, claro, no tenía ni idea
exactamente de qué significaba
eso o cómo, cómo ocurriría.
Y, escuche, una y otra y otra y
otra vez vi a Dios suplir una
necesidad tras otra.
Y ¿sabe qué hacía mi
madre junto a la cama?
Si estaba ocupada, podría haber
dicho: «Mira, a la cama, hijo.
Apaga la luz.
A dormir».
Mi madre se arrodillaba junto a
la cama y hablábamos de Dios.
Y hablaba de confiar en Dios; y
cada vez que pasaba algo que no
sabíamos manejar,
hablaba de confiar en Dios.
¿Sabe qué?
En mi oído aún resuena:
«Solo confiaremos en Dios.
Solo confiaremos en Dios.
Confiaremos en Él».
¿Sabe qué hacía?
Me transmitía a mí, con
su estilo de vida, sus
dificultades, su adversidad,
sus pruebas y su respuesta ante
ellas, me transmitía
sencillamente este mensaje:
«Confía en Dios,
pase lo que pase.
Confía en Dios si no
puedes ver tu camino.
Confía en Dios si
todo parece imposible.
Confía en Él cuando es
duro y también en dificultad.
Confía en Él cuando
todo parezca oscuro.
¡Confía en Él!»
Les aseguro que se
clavó en mi corazón.
Ella, con su estilo de vida, me
decía: «Dios es confiable,
digno de confianza.
Puedes apostar por Él en cada
circunstancia sin importar lo
que enfrentes,
puedes confiar en Él».
Bueno, ¿cómo transmitimos la fe?
La transmitimos, primero,
por medio
de los principios
que aprendimos.
La transmitimos también
como resultado
de nuestro estilo de vida.
Pero también la transmitimos con
nuestra participación en su vida
y participando en la vida de
otros; es decir, mire, cuando
somos abiertos y transparentes
y decimos: «Les diré cómo obró
Dios en mi vida».
Y algo maravilloso que
puede hacer como papá o mamá es
arrodillarse junto a la cama con
sus hijos de pequeños y decir…
Por ejemplo, yo siempre les leía
diferentes tipos de historias,
pero me encantaba contarles lo
que pasaba en mi vida: «Les diré
lo que Dios hizo en mi vida».
¿Sabe qué?
Escuche, si quiere que algo
se impregne en la mente de sus
hijos, lo último que debe hacer
antes de apagar las luces y
decir buenas noches, es
contarles algo que Dios
ha hecho en su vida.
Explíqueles cómo Dios
ha obrado en su vida.
¿Sabe qué pasará?
Estará en su mente toda
la noche durante su sueño.
¿El Espíritu de Dios hará qué?
Inculcará eso en su mente, lo
infundirá en forma de pensar.
Y ¿qué pasa?
Si se duerme, sea lo que sea con
lo que se duerma, lo último que
piense, le digo esto, que el
Espíritu de Dios tomará su
conciencia y su subconsciente
e implantará eso en su ser.
Y, mire, si piensa en cosas
malas, sucias, desagradables o
santas, es totalmente cierto.
El Espíritu, escuche, el
Espíritu de Dios
usará esas cosas buenas.
El diablo usará las
cosas que no son buenas.
Y por eso es bueno acostarse
pensando en el Señor o hablando
de Él y diciendo a sus hijos:
«Les diré lo que Dios hace.
Y para hacerlo, debe ser
claro y decir: «¿Sabes?
Me equivoqué.
En verdad, en verdad
me equivoqué esa vez.
Debí pedírselo a
Dios, pero no lo hice.
Ya le pedí a Dios perdón y
espero que tú me perdones.
Y, ¿sabes qué?
Me equivoqué».
Algo que un niño no soporta es
un padre perfecto y una madre
perfecta que nunca
comenten errores y nunca fallan.
¿Quiere arruinar a sus hijos?
Deles esa clase de
imagen y se acabó.
¿Cómo lo sé?
Lo sé por muchas
razones, pero le diré una.
Hice una encuesta en nuestro
departamento universitario y les
hice muchas preguntas, y una
decía: «¿Qué es lo que más les
disgusta de sus padres?».
Primera en la lista:
Nunca se equivocan.
La primera: Nunca se equivocan.
Todos nos equivocamos en algo.
Todos debemos ser
abiertos y transparentes.
Mire, si he de transmitir mi fe,
mire, si he de transmitir mi fe
y que permanezca, debo
transmitir mis fracasos.
«Sabe, no fue que Dios no
hizo, no hizo su parte.
Es solo que no confié en Él.
Tomé el camino fácil».
¿Sabe qué pasa?
Usted dirá: «¿Eso
no minará su fe?».
No; dirán: «Mi papá es real.
Mi papá es auténtico.
No es perfecto, falla.
Y seguro habrá momentos
en que fallará, pero
¿qué hace él cuando falla?
Lo reconoce.
Se arrepiente si es algo de
que arrepentirse y se levanta y
sigue adelante y confía en Dios
y Dios lo libra
cuando pone su fe en Él».
¿Qué está haciendo?
Infundiendo su fe en
la vida de ese hijo.
Se requiere más que
perseverancia y se requiere más
que participación.
Al pensar en lo que se requiere,
hay una palabra que muchas veces
olvidamos y es el elogio.
Para transmitir mi fe es muy
importante que cuando mis hijos
o mis nietos; o mis amigos;
cuando he hablado con ellos de
algo por lo que pasan, y confían
en Dios y Dios los auxilia como
siempre y los libra, es hora de
–mire–agradecer a Dios, pero
también elogiarlos: «Confiaste
en Él, ¡gloria a Dios!
Confiaste y mira lo
que hizo en tu vida».
Mire, hay algo, hay algo
increíblemente motivador en
elogiar, y en especial
en la vida de un niño.
Las reglas, las normas y el
legalismo no edifican
la fe de un niño.
Lo que ayuda a
edificar la fe es el elogio.
Mire, es una motivación.
«Confiaste en Él y
mira lo que hizo.
¡Hiciste un trabajo fantástico!
¡Sabía que Él lo haría por ti!
¡Dios te ama!».
¿Sabe lo que pasa, lo que hace?
Está motivando a ese
niño a confiar de nuevo.
Porque habrá decepciones.
Habrá cosas que querrán pedir a
Dios que no son su voluntad y
pensarán: «Bueno,
Dios no lo hizo».
«Veamos, Dios contestó tu
oración y aunque no obtuviste lo
que esperabas y no ganaste este
concurso, y no ganaste el
juego, y oraste por
ello, veamos qué pasó aquí».
Y ese es el
momento, de involucrarse.
Y es el momento de elogiarlos
por sus esfuerzos y
de elogiar su fe.
Y luego les ayuda a entender
por qué Dios quizá permitió que
ocurriera de otra forma.
Y la mayoría de las veces
diremos: «Señor,
Señor mira lo que hiciste.
Retuviste eso para
darme algo mucho mejor.
Gracias, Dios, por no
responder a mi oración».
Entonces su fe crece.
Bien, cuando comienza a
elogiarlos y alabarlos por las
cosas buenas que hacen, lo
que pasa es que Dios comienza a
darles más pruebas y ¿qué pasa?
Empiezan a crecer.
Le diré otra cosa.
Podría decir muchas cosas,
pero si voy a transmitir mi fe a
alguien, entonces
debo orar por ellos.
Y así es como debo orar: Debo
decir: «Dios, abre sus ojos para
ayudarlos a ver la
evidencia de tu mano en esto».
Y luego, debo decir: «Dios,
envíales necesidades, envíales
dificultades, envíales
apuros para que tengan
que confiar en ti».
Porque ¿cómo aprendimos
nosotros a confiar en Él?
No porque alguien nos dijo algo.
Todos aprendimos a
confiar en Dios ¿cómo?
Al ser arrojados a situaciones
donde Él era lo único
que teníamos para seguir.
Solo Él nos quedaba.
Bien, aquí está la clave en
la cual quisiera que piense.
Si escucha, diga «amén».
Si va a transmitir su fe a sus
hijos, debe estar dispuesto a
dar marcha atrás y negarse a
rescatarlos de los líos
en que se metan.
Todo padre y todo abuelo desea
decir: «¡Oh, mi niño querido!
Sabes que papá lo arreglará».
No.
¿Sabe qué?
Permítame decirle algo.
Dios no arregla los líos en los
que me meto hasta
que no esté bien con Él.
Hasta que aprenda la lección
que Él quiere que aprenda.
Hasta que me vuelva a
Él por la razón que sea.
Si rescata a sus hijos cuando se
equivocan y los rescata de las
dificultades y la adversidad
porque no quiere que sufran,
¿sabe lo que hace?
Los está privando de la lección.
¿Sabe qué?
Todos sufrimos; todos
enfrentamos situaciones y
circunstancias de las
cuales no podemos salir.
Nadie puede
sacarnos y ¿qué hacemos?
Aprendemos a confiar en Dios.
Aguantamos,
confiamos en Él siempre.
¿Qué pasa?
Dios recompensa eso.
Lo que queremos es que
avancen, darles esto y aquello y
recordarles: «No queremos que
sufras ni que te falte nada».
Y todos somos culpables hasta
cierto punto de querer
que Él lo haga más fácil
para nuestros hijos.
Es algo muy normal.
Pero cuando se trata de
instruirlos y enseñarles a
confiar en Dios,
esa no es la forma.
Debe dejarlos sufrir.
Hay que dejarlos
gritar, dejarlos llorar.
Y, mire, aquí hay otra cuestión.
Si me escucha, diga «amén».
Aquí está la
decisión que debe tomar.
¿Es más importante que mi hijo o
mi hija o mis hijos aprendan
a confiar en Dios?
¿Es eso lo más importante?
¿O es más importante que
yo tenga su aceptación su
aceptación de mí no es tan
importante como aprender
a confiar en el Dios vivo.
Y pienso en cuántos
hijos son engañados.
Mire, pienso en los niños que
crecen en hogares donde hay
riquezas y
riquezas sobre riquezas.
Tienen los mejores autos del
mundo, visten toda, toda la ropa
de las mejores marcas, y,
van a las mejores escuelas,
tienen tarjetas de
crédito, tienen todo.
¿Sabe qué?
Pobres chicos, pobres chicos,
pobres, pobres, pobres hijos.
¿Sabe por qué?
No deben confiar en
Dios, tienen a papá.
No tienen necesidad,
tienen tarjeta de crédito.
No se preocupan por las cosas
porque alguien los rescatará.
Y los padres los rescatan
por no pasar vergüenza.
Pobres niños.
¿Sabe quiénes son
los niños más ricos?
Los niños más ricos son–
la gente más rica es
la que no lo tiene todo.
No lo tienen todo.
De hecho, no tienen mucho en
la vida, pero sí tienen esto:
Tienen una inquebrantable y
sólida confianza
en el Dios vivo.
Y pasan por dificultades y
adversidad y dolor
y pruebas en la vida.
Y Dios suple sus necesidades
una a la vez y los fortalece,
profundiza su fe, entabla
una relación,
entabla
una amistad con Él.
Esos son los más
afortunados y más bendecidos.
Y, ¿qué debe hacer?
Haga esto: ¡Transmítala!
Y al morir, ¿qué pasa?
Se va transmitiendo,
transmitiendo, transmitiendo,
transmitiendo y transmitiendo.
Y piense en los hijos y nietos
y bisnietos y tataranietos y
cuadrinietos cuya fe ha sido
impactada porque usted aprendió
a confiar en el Dios vivo.
No engañe a sus
hijos dándoles de todo.
Pesar, dolor, sufrimiento,
enfermedad, tristeza, pena,
tribulación,
pruebas, tentaciones, ¡sí!
Porque eso es lo que
forja una fe sana y fuerte.
Puede transmitirla si la tiene.
¿Dónde comienza?
Comienza aquí: Comienza al poner
su confianza en Jesucristo como
su Salvador personal; al
reconocer su fracaso y su
separación de Él debido a su
pecado; al creer que cuando
Cristo fue a la cruz, murió y
pagó su deuda de pecado; y al
decirle a Él: «Te
confieso mi pecado.
Te pido que perdones mis
pecados, no en virtud de lo
bueno que seré, sino en
virtud de la muerte de tu Hijo.
Te recibo como mi Salvador
personal y lo acepto
como un hecho».
Ese es el principio de su fe.
Luego, ¿qué pasa?
Dios edifica sobre eso y usted
tiene algo increíble para dar.
Le haré una última pregunta:
¿Tiene una fe
que valga la pena regalar?
Escuche esto.
¿Pueden sus hijos, o sus nietos
o los amigos que lo rodean
mirarlo y decir:
«Así es, funciona.
La veo funcionar en su vida.
La veo obrar en su vida.
Eso es lo que quiero, es la
clase de fe que quiero porque la
he visto funcionar»?
Eso es lo que Dios
quiere de todos nosotros.
Quiere una vida, una vida de fe
que otros vean y digan: «Dios,
funciona y es lo que quiero».
Y eso es lo que quiere
Él que transmitamos.
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